AURORA SUÁREZ

Yo vengo del mar… nací en la Ciudad de México, el 23 de agosto de 1939, unas cuantas semanas después de que mis padres desembarcaran en Veracruz el 13 de Junio, provenientes de España, exiliados de la Guerra Civil.
Crecí en la Ciudad de México, estudié hasta la preparatoria en el Colegio Madrid, y estuve siempre cobijada por la comunidad del exilio. Como muchos de nosotros, pasé mis tardes de infancia en el camellón de Reforma cercano a mi primera casa y los amigos con los que compartí la primera parte de mi vida, fueron hijos de los amigos de mis padres.
Pasaba las vacaciones cerca del mar, Veracruz, Isla Mujeres y Acapulco eran lugares a los que mis padres nos enviaban pues ahí tenían buenos amigos. Supongo que desde aquel viaje en el Sinaia (1939) el mar dejó marcada a mí familia y por eso se muestra a lo largo de mi obra, en distintos momentos y con diferentes formas.
En mi juventud compartí expediciones al volcán Popocatepetl con José Azorín y otros miembros de un grupo de alpinistas. Tiempo después, mi labor como diseñadora gráfica me llevó a trabajar al lado de Azorín y Vicente Rojo en la Imprenta Madero.
No es que yo haya caído en la Imprenta Madero por casualidad. José Azorín (Pepe) y Vicente Rojo fueron mis amigos desde que yo tenía 13 años. Éramos camaradas de la JSU (Juventudes Socialistas Unificadas) en donde militábamos como parte de la gran familia de exiliados por la guerra civil española.
A la imprenta fui, durante más de diez años, a realizar mis trabajos de diseño gráfico. Además de gozar del más acogedor ambiente, rodeado de arte y de gente capaz, contábamos con un espacio que cada uno de nosotros sentía especial. Todo ello fue invaluable.
Estudié Arquitectura en la UNAM, y me aprendí muy rápido las formas de las piedras de los caminos exteriores. Para las mujeres no era fácil en esos tiempos formar parte de esa facultad, así que muchas veces caminábamos con la mirada fija en el piso.
Conocí a Hugo, el 15 de octubre de 1962, en una exposición suya, tiempo después me casé con él. A partir de entonces desarrollé mi vida alrededor del fuego, los fundentes y el barro.
Mi primer contacto con el barro fue cuando diseñé y lleve la obra de unas trojes en el Estado de Morelos, sin saber que más adelante mi vida se enlazaría con él de forma irremediable desde 1965 hasta mis últimos días.
En el barro mis manos han encontrado un camino de grandes posibilidades. El desarrollo técnico de nuestro taller me permitió plasmar en la materia imágenes etéreas. Aprendí sin duda de los límites de estas posibilidades y desarrollé la pasión por la enseñanza. Me sucede que cuando trabajo con el barro, se da un misterioso diálogo interno que me lleva, sorprendiéndome, hacia la poesía.
En nuestro espacio, sobre todo en los 10 últimos años de mi vida, disfruté al compartir lo aprendido con un diverso grupo de estudiantes que se interesaron en la forma, la técnica y la teoría de los vidriados.
Me desarrollé como arquitecta a través del diseño y la construcción de nuestra casa y el taller en Cuernavaca, Morelos. A lo largo de 38 años, nuestro terreno fue cambiando poco a poco su apariencia y el uso del espacio fue respondiendo en la medida de lo posible a nuestras necesidades.
El tai chi me acompañó a lo largo de los últimos 25 años, representó para mí una fuente de conexión conmigo misma y la grata y necesaria posibilidad de volver a mi centro.
Al amar y conocer a mi compañero, Hugo Velásquez también amé y conocí el barro.
En esta mi actividad como ceramista, tal como sucede en la vida misma, tratamos de encontrar un balance entre el aprendizaje de la técnica con nuestra propia creatividad.
Mi experiencia con la enseñanza del quehacer cerámico es que ésta es una relación de ida y vuelta, donde tanto se da como a la vez se recibe. Siempre he sentido que debo estar abierta a no solo enseñar, sino también a recibir de mis alumnos. Esta es una actitud que me nutre diariamente.
El taller y esta casa son sin duda el espacio que representa mi vida. Cuando llegamos aquí solo había maíz sembrado, ni siquiera había una barda. En todos estos años creamos juntos este espacio pintado de rojo con tuberías amarillas en el que pudimos desarrollar la vida y el trabajo, que en mí caso fueron uno mismo.