top of page
HUGO VELÁSQUEZ
  • Facebook Basic Black
  • Twitter Basic Black
IMG_3798.jpg

Nací contraesquina del Palacio de Minería, frente a telégrafos, en pleno centro de la Ciudad de México. Crecí en una casa de la Colonia Guerrero. Toda mi familia es de tierra adentro. El mar me asusta.

El gran personaje de mi infancia fue mi abuela. Era la máxima autoridad de mi casa y para ella yo siempre era inocente. Era de Etzatlán, Jalisco, del que se tuvo que ir por ser liberal, a la gente no le gustaba que no fuera a la iglesia.

Después de vivir en la Colonia Guerrero, nos fuimos a otra casa en Álvaro Obregón, era una casa muy grande, con tías y primas. Ellas naturalmente me cuidaban, por lo que siento que con las mujeres nada malo me puede pasar.

Mi padre trabajaba para Ferrocarriles de México, periódicamente vivíamos en distintos lados, en Tampico, en Aguascalientes, en Matías Romero… solo que un día se dieron cuenta de que yo tenía que ir estudiar más y ya no salí de la ciudad.

Cuando tenía once años, murió mi padre y me metieron al Colegio Williams, y nada detesto tanto como esos años. En frente de mi colegio estaba el Madrid, que era mixto. Yo miraba y miraba a las muchachas, casi todas españolas, preciosas. Pero de lejos. A mí me llevaban y me traían en el camión de la escuela. Cuatro veces al día. A penas rozaba la calle en esa época. Todo lo veía de lejos, queriendo siempre estar del otro lado. Después entré al Luis Vives a hacer la preparatoria y mi vida cambió radicalmente. 

Comencé a conocer otras formas de vida cuando hice nuevos amigos, cuando conocí sus casas; casi todos vivían en apartamentos de la colonia Juárez, quedé fascinado. Qué manera tan distinta de vivir el mundo. Ninguno tenía mucho dinero, pero era otra forma de ser: descubrí la música, la pintura… todo fue un descubrimiento para mí en ese mundo. Yo solo conocía la colonia Roma, con sus leyes absurdamente rígidas y su moral tan mojigata.

En mí futuro, estaba escrito por decisión de mí mamá que yo estudiaría economía. No podía creerlo. Un día dije: Ya no puedo más. Anuncié que no pensaba seguir estudiando y me dijeron, pues entonces trabajas. Me consiguieron un empleo muy burocrático que casi me mata de la depresión. Me escapé a Acapulco, y trabajé un mes como lanchero. 

Tomé un tren y me fui para Estados Unidos, entré como turista y me inscribí a una escuela para poderme quedar. En esa época yo la hacía de pintor. Trabajé en muchos lados y en distintos oficios. 

Un día decidí que ya tenía que volver a México y hacer algo por mí país. Me ofrecieron entonces el trabajo que había estado haciendo Rosario Castellanos en Chiapas: llevar el teatro guiñol a los pueblos de la Sierra. Con el trabajo heredé también la casa en la que ella había estado viviendo en San Cristóbal de las Casas, con fantasmas y todo. Quise volver a mi país y me sentí completamente como un extranjero.

Tiempo después regresé a Estados Unidos. En San Francisco, con los beats aprendí lo que es vivir marginalmente y que de hambre no me iba a morir. Tiempo después me fui a Nueva York, con mi amigo Carlos Piña. Entré a una clase de vidriados en el Greenwich Potery House , y así conocí a las dos maestras que me han enseñado todo, Karen Karnes y M.C. Richards, quienes vivían en la comunidad de Stony Point. Intentamos poner nuestro taller en Manhatan pero no tuvimos éxito, con mucha dificultad las convencimos para que nos tomaran de asistentes en su taller.

Al dejar Nueva York, fuimos Carlos Piña y yo a despedirnos de Peter Volkos y al preguntarle, qué nos aconsejas, dijo: Hugo no hay más que tres cosas: el barro, el torno y el horno.

Todo lo que encontré en Stony Point cabe en el tiempo de una horneada. Toda mi vida está contenida en este tiempo. Cada vez. 

Finalmente me regresé de nuevo a México, con una pieza que me regaló M.C Richards sobre mis rodillas. Tuve mi primera exposición colectiva en 1962 y ahí conocí a Aurora, con quien compartí desde entonces la vida.

En todas partes sentía que tenía que seguir adelante hasta encontrar el punto en el que sintiera que podía quedarme. Cuando construí el horno de Cuernavaca encontré mi ancla y aquí me quedé.

Soy un buen hornero, un alfarero del fuego. No me interesa que el control en el vidriado sea exacto, me importa mucho más tratar la pieza y sus vidriados como un escenario donde después llegará el Gran Personaje, el Gran Dragón, el fuego y su contraparte, el humo.

Nada más sólido y fijo que un horno… centrarme, como el barro… la cotidianeidad (del taller) un tanto marginada es la que me centra, y entonces puedo asumir todas las inseguridades de la cerámica… la angustia del horno.

Al final de todo, es para ese instante, cuando abro el horno y las piezas muestran su propia aura, y se ven como nunca se volverán a ver, ese es el instante para el que yo trabajo.

© 2025 Tornavuelta

bottom of page